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Viajar siempre trae una cuota de desnudez

Foto del escritor: Juliana MolinaJuliana Molina


Viajar con amigos e hijos, con familia extendida o con la familia núcleo son tres experiencias completamente distintas.

En mi experiencia, los viajes con amigos son divertidos y renovadores. Los niños se entretienen con otros niños, los adultos con otros adultos, y todos encuentran su espacio. Las discusiones suelen ser en voz baja, dentro de un marco de respeto valioso para todos.

Los viajes con la familia extendida son retadores y exquisitos. Se cruzan dinámicas que no compartimos en el día a día, y las observamos como quien presencia una obra de teatro: con curiosidad, a veces con asombro. Nos exponemos entre el miedo y la confianza. El amor está presente, la intención de compartir también, y las conversaciones llenan esos vacíos o ausencias que la nueva familia nos demanda—o que creemos que nos demanda.

Cuando hay terceros, solemos "comportarnos bien", o al menos lo intentamos. A veces, para no exponernos; otras, para no exponer a los hijos. Tratamos de mostrar nuestra mejor cara, al costo que sea, cumpliendo con lo socialmente aceptado, y eso muchas veces sale caro para el corazón. El nivel de presencia con los hijos en un viaje con terceros no es el mismo que cuando estamos solos.

Me gusta promover los viajes exclusivamente con el núcleo familiar. Aunque siempre hay una cuota de caos, creo que no existen espacios más íntimos y profundos que esos (nada más intenso que un bote de pesca en mi caso), y la intimidad nos permite conocernos y acompañarnos de una manera entrañable.

Cuando estamos solos los cinco (en mi caso), surge lo más auténtico de cada uno, tanto en lo bueno como en los desafíos que nos retan. Estamos en un espacio conocido, nos sabemos amados y, a veces, eso nos hace equivocarnos: cruzamos la línea entre lo íntimo y lo incorrecto, y creemos que, por amarnos, podemos sobrepasar ciertos límites. No hay forma de escapar de lo incómodo; la atención está puesta únicamente en quienes convivimos, y encontrar la manera de compartir armónicamente se vuelve imprescindible. De lo contrario, el viaje puede volverse tortuoso.

En estos viajes nos conocemos entre nosotros y a nosotros mismos; hacemos treguas, alianzas, reflexionamos, aprendemos, conversamos, soñamos. Ocurren cosas que solo la intimidad permite, experiencias imposibles de darse con otros alrededor. Al principio puede ser incómodo; acomodarnos nos cuesta. Es fácil querer renunciar, no participar, entretenerse y distraerse para evadir la convivencia.
Pero solo cuando logramos despertar el sentido del humor, nos disponemos al gozo, nos conectamos de verdad, estamos realmente presentes  y nos abrimos a la empatía, encontramos el verdadero significado de viajar en familia. Ahí entendemos todos los regalos que este espacio nos da.

Y suele pasar que, para los hijos, esos momentos se quedan grabados muy por encima de los caóticos. Cuando reflexionamos sobre los viajes en familia, mis hijos siempre recuerdan los instantes de conexión que surgen cuando la dificultad ha pasado. Aunque sean los más cortos, terminan siendo los más significativos. Lo demás es el camino que debemos recorrer para llegar a lo que realmente vale la pena.

Viajar siempre trae una cuota de desnudez.

 
 
 

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