La niñez de mis hijos ha sido un regalo y un reto. Lo que me queda guardado en el corazón, las memorias que se han sostenido en el tiempo; han sido mensajeras de alegrías en su mayoría. Algunas culpas aparecen también, esas que no he podido perdonarme.
He disfrutado cada año de su niñez, porque hoy que soy adulta (hace tanto tiempo), puedo dar cuenta de lo corta que es, de lo rápido que pasa y de cómo puedo acompañarla y alargarla a pesar de que querer ser grande siempre sea la añoranza de los niños.
Amo verlos crecer y asegurarme que estoy viva para ellos, que soy testigo activo de sus vidas el mayor número de años posible. Sin embargo se asoma una nostalgia inevitable que aparece cuando puedo revivir algunos momentos de lo que fueron y ya no son, ya no somos. Invitaciones recurrentes a estar presente cada día porque el tiempo pasa rápido.
Su niñez, esa inocencia y esas ocurrencias que aparecen con desparpajo, hacen que todo lo difícil me deje de importar. Sé que añoraré siempre un pedazo de este tiempo. La juventud que me representa, la fuerza que me sostiene, la intención que poco a poco se convierte en mi verdad, las miradas amorosas de mis hijos y el ruido que los distingue, esa risa en carcajadas que hace que de pronto el tiempo pare y me dé cuenta que la vida me esta sucediendo con ellos.
Sí, la niñez es un regalo, uno de esos que podemos romper si no tenemos cuidado, que no nos pertenece, que nos toca devolver transformado y que si estamos abiertos a la experiencia, nos da muchas ganas de vivir.
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