Veo a mis hijos comer sin preocupación, escuchando muy bien lo que quieren y necesitan, dándose cuenta incluso de los excesos, la ansiedad, de comer por comer.
Los dulces son sin lugar a
dudas una fantasía, un sabor permanentemente anhelado y controlado por los adultos que los acompañamos porque nos da miedo su posible descontrol, ese que conocemos bien, en el que nosotros caemos varias veces, un exceso de dulce como si no hubiera un mañana, porque no hay aparentemente un mañana.
Y los veo, cómodos con su cuerpo, veo la libertad que tienen en cada movimiento, la comodidad que los acompaña incluso ya sintiendo que algunas partes de sus cuerpos no coinciden con lo que etiquetan bonito.
Están cómodos y no le temen a la comida; la aman, no les da miedo comer pan en la noche o más de un chocolate. Saben cuando están llenos, no les gusta algún sabor, quieren más, cuando es ansiedad o ganas de más o de menos.
Disfrutan la mesa y se mueven con tal comodidad que desde el espectador no hay etiquetas que valgan; todos se ven bellos, amorosos, dignos, merecedores de todo el amor posible, sanos, completos.
Anhelo sentirme así. Ellos me muestran cómo si se puede, como soy digna de amor , dignidad y sentido de belleza; así como estoy cada día, con mi cuerpo cambiante y yo siempre en él completa y mereciendo todo lo bueno de la vida sin importar cómo sea, qué etiqueta le ponga o que tan lejos o cerca esté de la "belleza" comercial.
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