
Reconocer el privilegio y la responsabilidad que conlleva haber nacido en una posición favorecida —por ser blancos, atractivos, inteligentes, educados o tener dinero— es una tarea compleja. No se trata sólo de comprender que debemos promover la equidad cuando nos encontramos en situaciones donde la suerte beneficia al privilegiado, sino también de aprender a discernir entre un acto de caridad y un modo de vida que promueva la justicia, dignificando a todos los seres humanos.
Muchas acciones caritativas son bien intencionadas y empáticas. En general, la vocación de servicio se puede desarrollar, especialmente cuando comprendemos que cada gesto puede ser un estímulo capaz de transformar la vida del otro. Sin embargo, es común que quien ofrece el servicio lo haga desde una posición de privilegio, lo que genera una relación jerárquica en la caridad. Aun así, si tenemos suerte, esa transformación puede ser mutua.
La caridad (mal practicada), generalmente, surge de aquel que se posiciona como salvador, dispuesto a brindar ayuda. El privilegiado ofrece al necesitado uno o varios recursos que impactan su vida de manera determinante.
¿Qué pasa cuando la diferencia no es entre un salvador y un salvado?, ¿dónde está el sentido de equidad y de servicio cuando con quienes nos comparamos no son aquellos “pobres” a los que todos los gestos generosos les caen bien?, ¿qué pasa cuando por el contrario pueden no necesitar nada de nosotros en esos términos?, ¿dónde queda nuestro sentido caritativo?
Cuando la persona que tenemos enfrente es una versión 'menos atractiva' de nosotros mismos —según nuestros propios juicios— y la única diferencia es la forma y frecuencia con la que accedemos al lujo, sin que realmente podamos salvarles de nada, la situación se vuelve más desafiante. Esa lección no se enseña fácilmente. Estar dispuestos a ser auténticos con personas que consideramos de otra clase social, con distinta educación y estilo de vida, implica enfrentarnos a diferencias que hacen que el encuentro sea titánico y, en ocasiones, parezca insulso.
Se requiere un sentido profundo de humanidad para entendernos diferentes, privilegiados y no mejores. Debemos ser capaces de relacionarnos de igual manera con todos, reconociendo cuando la falta de educación nos incomoda, pero comprendiendo que es nuestro privilegio lo que nos coloca en esa posición. Por ello, debemos empatizar. Esa es la gran habilidad que debemos enseñar: la conciencia que debemos tener sobre el derecho de ser amados sin importar los privilegios que tenemos (y de amar).
Sin embargo, seguimos preguntando por los colegios a los que asistimos o enviamos a nuestros hijos, trazando un mapa para ubicarnos y etiquetarnos, sin profundizar en lo que realmente nos define. Seguimos asociando la belleza física como sinónimo de valioso, y nos relacionamos dentro de burbujas, buscando homogeneidad para evitar la incomodidad.Cuanto más parecidos, mejor. Y eso se lo enseñamos a los jóvenes sin ninguna reflexión que los acompañe, perpetuando así un país y un mundo que valoran la caridad del 'salvador y el salvado', mientras olvidamos la comprensión profunda de la humanidad que nos une, reconociendo que, en nuestras pequeñas diferencias, todos somos igual de valiosos.
La CNV* habla con mucha claridad sobre esto, pone de frente el privilegio, nos enseña sobre la importancia de saber que lo tenemos y nos invita a hacer un uso responsable con nosotros, el otro y el entorno de ese privilegio. La CNV sabe que el privilegio suele violentar.
Un llamado a que eduquemos en ese nivel de detalle, porque podemos hacer una gran diferencia. Es ahí donde todos comenzamos a actuar desde el lugar más bondadoso y generoso posible, donde la caridad deja de ser peligrosa para transformarse en un estilo de vida que no requiere jerarquías para ejercerse.
*Comunicación no violenta
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