Hoy salí, vi el miedo en sus caras, el mío en sus ojos; sonreímos, nos miramos con empatía y desesperación.
Las filas eran largas, había hambre, pedidos de auxilio y compasión. Compartí, algo de lo que tenía lo convidé.
Aproveché mi salida, vi su cara, la abracé, la sentí viva, tan viva como quería sentirla. Pensé en cuántos abrazos recibe. Me creo viva gracias a los abrazos que recibo cada día multiplicados por tres y a veces por cuatro.
Paré para abastecerme, para tener de más en mi nevera, para asegurar que mis hijos tendrían no solo lo que necesitaban sino también lo que se les antojara. Nuestro placer y pecado está ahora en lo que comemos y bebemos.
Me sentí abundante, generosa, irresponsable. Las ideas siempre se presentan, me acompañan, pocas veces logro exitosamente ignorarlas. Las vi pasar asiduamente y me rendí al impulso de la abundancia.
He tenido una semana de pesadillas, miedos al encierro, cuartos sin ventanas. El aliento me hace falta hasta despertarme.
Leo textos con invitaciones a parar, no resolver, no intervenir, no hacer; los leo con delicadeza; uno especialmente se llevó mi atención: “no pasa nada por no hacer nada”. Que alivio, pensé. Sin embargo poner en práctica “no hacer nada” me es difícil, parece un acto heróico; me exige en lo más profundo de mi ser, parar, no intervenir, no crear. Me confronta con mis miedos, evasiones y todo aquello a lo que le hago el quite, cada día, en tanto afán y tanto hacer.
Me rindo entonces, presto atención a los juegos de mis hijos, a sus pedidos, sus abrazos y besos. Atiendo mi impulso de crear, de hacer; desde un lugar exento de pretensión (en principio), lleno de propósito y al parecer como un acto de supervivencia.
¡Que suerte tengo! Lo tengo todo. Estoy a salvo, estoy viva. Estamos vivos.
Que sea la libertad que andamos celebrando de tantas maneras y diferentes rituales, la que nos invada en cada rincón de lo que somos y hacemos.
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